domingo, 19 de agosto de 2012

PEQUEÑO SALTAMONTES


Siendo niño feliz y algo solitario, cogí uno de éstos un día de verano. Lo agarré de las patas traseras, por la parte de arriba, con la mano izquierda; mientras en la derecha, entre los dedos indice y pulgar sostenía con firmeza un alfiler que bien podía haber sido fabricado según se expone en La riqueza de la naciones. Si uno se acerca lo suficiente a los ojos uno de estos animales puede distinguir un punto dentro del ojo, justo el lugar por donde introduje la punta del liberal y aguzado alfiler. Naturalmente el bicho no muere con ese primer aguijonazo, pero le tiene que doler de cojones. Durante el proceso se nota entre los dedos que sujetan las patas cierto intento de escape, huida..., desesperación. De nada sirve, al sacar el alfiler el ojo supura una gota de un liquido viscoso que se repite en el otro. Recuerdo que le partí la parte dentada de las patas, separándolas radicalmente del resto, así que lo dejé ciego y con dos musculosos muñones. Empezó a darme pena, la clásica pena de un niño feliz y solitario. Lo apoyé contra el tronco de la parra e introduje el alfiler por lo que en nosotros sería la nuca, atravesando la quitinosa armadura hasta clavar el alfiler en la leñosa madera. Lo observé unos segundos. Los muñones daban golpes sobre el tronco, toc, toc, y las patas delanteras pretendían avanzar hacía ninguna parte. 
Todo esto no es nada, tendrías que ver lo que hago con las personas.