lunes, 17 de diciembre de 2012

ENTRAÑAS DE DICIEMBRE

Un horror inenarrable si no fuera por los efectos que el ácido causa sobre la piel y los tejidos de un ser vivo, de una persona, de un hombre en concreto. "Bulló un poco al caer" es lo más piadoso que se puede decir sin asomo de ironía. Pasado el trance y todos los detalles, ciertamente escabrosos, de la eliminación completa del cadáver del cardenal Z, la tierra era un lugar más seguro, habitable y razonablemente bueno, donde la bondad tiene un significado muy restrictivo, unipersonal. La bondad de Aculeo, ese tenía que haber sido el título de este post. Un hombre que puede pasar inadvertido en una reunión de dos, aunque luego se le derrita el corazón cuando visita a su madre ciega, muda y sorda en el asilo estratégicamente situado en la ladera de un monte y a pocos metros de una autovía; con la espalda bien cubierta de pinos que den aroma a la senectud milenaria que encierran sus paredes. Siempre por Navidad y después de cometer alguno de sus horribles crímenes, Aculeo pasaba una tarde con su anciana madre. Se sentaban uno al lado del otro en el pequeño sofá, ponían bien alto el volumen del televisor y se cogían de las manos; su madre le daba a entender por gestos que hablara, entonces Aculeo, en un tono parecido a la presentación de un informe policial, o una memoria, le contaba  todos los horrores cometidos desde la última vez que se habían visto. Las vibraciones producidas al hablar se transmitían a través de la unión de las dos manos. Petra era una mujer dotada de gran ternura, y aunque tenía enormes dificultades para comunicarse, disfrutaba con las dos o tres horas que su hijo la visitaba. Su rostro mostraba una sonrisa perenne durante esos ratos y el de Aculeo perdía ese aire sombrío que le acompañaba el resto del tiempo. Créanme si les digo que se convertía en un niño. Les diré más. En una ocasión, en los primeros tiempos del negocio, acudió una víspera de Nochebuena a la rutinaria visita a su madre con un botillo de León, se lo dio a oler y tocar, mientras le decía que era para la auxiliar que ella decía (por señas, siempre por señas) que la atendía muy bien. Así que con el ciego de su última víctima, unos huesos del pie y unas cuantas tajadas de aquí y de allá, sazonó, adobó y rellenó el botillo; lo ahumó y secó, le colocó una etiqueta de prestigio y lo puso dentro de una bolsa de El corte inglés. Ésto de parte de mi madre -le dijo con su mejor e inesperada sonrisa-..., y feliz Navidad.