viernes, 11 de enero de 2013

EL BIEN COMÚN

Después de decirle que nunca podrá tener hijos y responder el otro que los adoptarán, se quita la peluca, golpea varonilmente con su brazo el hombro de su enamorado y dice: ¡soy un hombre! En ese momento se produce uno de los finales más famosos y sensacionales de la historia del cine. Pura diversión.
La reunión o "cónclave" como lo dio en llamar la prensa con más sarcasmo que ironía, estaba teniendo lugar en uno de los hoteles más famosos del país. Presidentes, ministros, miembros y políticos del más variado pelaje conservador y depredador se codeaban entre ellos y ellas con la naturalidad propia de los que se disponen a devorar la presa tan ansiada tras largos años de carestía de poder. Ternos grises y azul marino; trajes, en ellas, que combinaban la falda y chaqueta en tonos beige, o el blanco con el azul, el rosa palo. Miles de euros en tela, zapatos, corbatas y complementos. Chóferes, escoltas, coches blindados, el mejor Jabugo; los habanos liados por las manos más expertas allende los mares. Vino de Rioja y de la ribera del Duero, Albariño de la ribera Sacra; brandy y olorosos de Jerez..., y tantas cosas caras, muy caras y de las otras. El reparto de la nación, incluidos sus ciudadanos con derechos o sin ellos; todo, absolutamente todo, a mandíbula batiente. Con tanta sangre chorreando de las fauces era complicado moverse entre los corrillos y las mesas, el suelo se estaba poniendo resbaladizo. Los pedazos de la amada patria caían de las bocas de uno para ir a parar a las de otro, más hambriento o despiadado que el anterior. La manada se ponía agresiva por momentos y de la presa, ya exangüe, solo quedaba la piel extendida entre dos mares.
Así describía Aculeo, en su mente, toda aquella orgía de cientos de miles de millones de euros que revoloteaban en las conversaciones. Un reparto obsceno de los impuestos de los ciudadanos en beneficio de una élite absolutamente corrompida que campa a sus anchas entre los pasillos del poder, sin más freno que los favores que estén dispuestos a otorgarse unos u otros en forma de mejor postor. Salió a la terraza y admiró el paisaje imperial que se extendía a sus pies , recordando las palabras del olvidado Antonin Artaud:
"Y ahora, seres, a todos vosotros debo deciros que siempre me disteis ganas de cagar. Y que os den por la peluca de la puñeta, ladillas de la eternidad."
Eso no significaba que Aculeo pensara, ni por un momento, en abandonar su profesión.