miércoles, 16 de enero de 2013

MUERTO IN FRAGANTI

"...Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra... (Génesis. Sagrada Biblia)" Así, gracias al Verbo, algunos miles de años después surgió Aculeo del barro, más como Golem que como ser humano, sin que la imaginación del hagiógrafo lo hubiera tenido en cuenta ni hubiera previsto que tal cosa pudiera suceder.
Ya es bien entrada la noche cuando Aculeo, al volante del Mini musculoso y juguetón, atraviesa uno de los arcos que avisan al viajero de que entra en Marbella. Baja unos centímetros la ventanilla del lado del conductor y deja que el humo del cigarrillo escape veloz por la rendija, junto con algunas notas musicales que  vuelan, invisibles, entre el olor a jazmín y perfume de mil euros el frasco que se cuela, a cambio, en el interior del habitáculo. Como siempre, el encargo no especificaba nada sobre la forma o modo en el que tenía que morir la víctima, solo aclaraba que cuanto antes mejor. La urbanización de altos vuelos se encuentra alejada de la diversión portuaria y los exclusivos clubes y yates,  rodeada de amplios y perfumados jardines, todo un mar de tranquilidad.
Aparca el coche lejos y con su pinta de mochilero internacional, mochila incluida a la espalda, se dirige a unos de los pocos edificios altos de los alrededores. Sube a la azotea, elige su posición y observa a través de los prismáticos la amplia terraza cubierta hasta la mitad por un tejado de cocidas tejas rojas del mejor barro para ricos. Setecientos dieciséis metros, centímetro arriba o abajo. Saca de la mochila el rifle Heckler & Koch PSG1 y lo monta sin prisa; lo fija al trípode y apunta hacía el objetivo. Son algo más de las tres de la madrugada; Hay silencio, salvo la brisa marina que trae los acordes de alguna lejana melodía bailable y el canto de algún mirlo insomne. Unos minutos antes del amanecer el ojo de Aculeo observa a través de la mira telescópica los objetos inanimados que habitan la terraza. Dos tumbonas de teka, una mesa y cuatro sillas de la misma madera; dos macetas con sendas y gemelas palmeras enanas. La puerta corredera de la terraza, abierta una cuarta, deja escapar el velo de una cortina blanca que se mueve por efecto de la corriente. Una mano empuja la puerta y da paso a un individuo de estatura media que, en pantalón blanco de lino y con el torso al aire, porta una taza de café en la otra. Se detiene unos instantes y mira a lo lejos, debe estar viendo la raya marina del horizonte, más allá de los tejados; avanza unos pasos y se sienta en una de las sillas. Ofrece un perfil somnoliento, despeinado y satisfecho. Aculeo fija la mira justo a la altura de la parte superior de la oreja izquierda, dos centímetros en dirección a la nariz. Dispara y ve, con toda claridad, tal y como ocurre en el cine, el impacto del proyectil contra la sien y la cabeza que sale del plano del punto de mira por la potencia del impacto, y porque esta muerto. A Susan Sontag no se le hubiera ocurrido escribir algo así.